Sufría un día más de mi vida,
anodino, de una cotidianidad exasperante, nada diferente de los que recuerdo ab initio, abstraído e ignorante aún de
que en aquel mismo momento Moisés estaba separando las aguas, formando una
senda entre aquella abigarrada y bulliciosa multitud por la que se adentraba
sigilosa, delicada, elegante, casi levitando, el ser más bello que la
naturaleza había alumbrado; un ser mirífico y apasionante, casi irreal.
De
repente, el tole-tole tornó en un insoportable y repentino silencio que me sacó
de aquel monótono letargo. Giré la cabeza a la par que adquirí la consciencia
de que todas las miradas iban confluyendo poco a poco delante de mí.
Ojos
grandes y zarcos, tez brillante y ebúrnea, pelo azabache que se iba
ensortijando a medida que caía sobre sus hombros…
¡REZUMAR!
Imagino que esa palabra me vino a la mente porque algo me sucedía y porque
hacía poco había bromeado con una amiga sobre la natural reacción que se
desarrolla en el cuerpo humano cuando uno entra en calores incontrolados, como
si hubiera pasado la tarde bajo el veraniego y justiciero astro rey urente del
Mediterráneo. Efectivamente, rezumaba sudor, o eso me parecía, acompañado de un
ligero temblor de corvas, y un malestar general ocasionado por la inseguridad
de creer que la divinidad se había hecho carne y que habitaba ante mí. Mi subconsciente,
supongo que molesto con aquella comparación bíblica, decidió jugar conmigo y
buscó en su particular diccionario otras palabras para calificar aquella
enojosa e incómoda escena.
¡SITIBUNDO! ¡ACEZAR!
¡TREMEDAL! – exclamé sin control.
El porqué de
esas palabras pronto se me hizo evidente. Mi boca estaba seca como el esparto,
comenzaba a abrir la boca con cierta ansia, como si me faltara el aire y, el
suelo, estable y firme hasta hacía unos instantes se había convertido en
pantanoso. La inseguridad y los nervios, la sensación de sentirme alguien
diferente y privilegiado ante aquella visión con la que el destino me había
obsequiado me había mudado el ser.
Ella, sin
decir una palabra, me cucó el ojo izquierdo, en un gesto extremadamente
sensual, dejando descansar su párpado durante un instante, evidenciando unas
finas y largas pestañas perfectamente peinadas, aderezadas con rímel.
Seguidamente no pudo contener una expresión de extrañeza y asombro ante lo que
acababa de escuchar, algo sin ningún sentido para ella.
Fue aquel
guiño mágico y venusiano el que termino por escacharme el cerebro. Un ligero
hormigueo comenzó a atravesarme el cuerpo de abajo a arriba hasta llegar al
corazón donde Cupido hizo diana; su zalamería había resultado, me había
enamorado de aquella diosa que había tenido la deferencia de descansar su
mirada en este vulgar mortal y, no sólo eso, la divinidad hecha carne me
buscaba a mí, me requería para algo con aquel gesto que por momentos transmitía
cierta lascivia y lujuria, quizá con el objetivo de satisfacer sus instintos
carnales más irracionales. Rendido ante su belleza escuché ansioso su
susurrante voz dispuesto a cumplir hasta el último de sus deseos…
– Disculpe,
¿el baño? Se me ha metido algo en el ojo y, con el rímel, casi no veo nada.
– Al fondo a la izquierda –contesté con una cara
de zonzo épica.