domingo, 24 de febrero de 2019

PASEOS CON SARA. Y CONTEMPLÉ LA TERRIBILITÁ

Sepulcro de Julio II en San Pietro in Vincoli. Moisés, obra maestra de Miguel Ángel Buonarroti. Roma


Como diría un castizo, salimos de San Clemente “rompiendo cincha” en dirección a los imponentes restos del Coliseo, el anfiteatro Flavio para los puristas. Pensé, por unos breves instantes, en cómo debió de ser aquel majestuoso edificio en su época de máximo esplendor, cuando lo inaugurara el emperador Tito en el año 80 d.c. con nada menos que 100 días continuados de espectáculos.
        –Vamos vejete, date prisa que no llegamos; cierran a las seis –Sara me apremiaba con su habitual ironía.
        –Sería bueno para mis maltrechas piernas saber dónde vamos. Aunque, si está lejos, mejor no me lo cuentes –bromeé.
        –Jamás pensé que acabaría enseñando Roma a un anciano aprendiz de historiador quejica. En tú favor, he de admitir que ha sido un día de turismo intenso y que hemos dado un buen paseo.
        –¿Paseo? Querida… esto ha sido un maratón turístico épico. Pasará a los anales de mi vida como una de las jornadas…
        –Venga ya. Se te va la fuerza por la boca –Sara me interrumpió–. Te iré contando algunas cosas por el camino. Vamos por la Vía Fagutale, luego giraremos en la Vía Polveriera hacia vía Eudossiana, lo que ya me servirá para introducirte, como verás, en la historia del lugar al que te llevo. Acelera chaval, vamos con el tiempo justito. –Mi guía particular volvió a apremiarme.
        Con tacones, siempre me pareció inexplicable que Sara pudiera andar tan rápido. Aquel día, sin ellos, calzada con unas bonitas Asics Nimbus de color fucsia, se me hacía complicado competir con semejante vitalidad. Quizá es que me estuviera haciendo viejo más rápido de lo que creía. Llegados a la Via Eudossiana, Sara aminoró la marcha, supuse que mediatizada porque mi escandaloso resuello llamaba la atención de los viandantes. Pero no, en realidad comenzó sus explicaciones.
        –Este edificio que acabamos de dejar a la derecha es una de las sedes de La Sapienza, la Universidad de Roma. Y el que vamos a visitar, se encuentra en esta plaza y es aquel –Sara me señaló el lugar–. Estamos en la Piazza di San Pietro in Vincoli, y esa es la iglesia del mismo nombre.
Fachada de San Pietro in Vincoli. Roma
        –La entrada no parece nada espectacular –afirmé.
        –Déjame que te cuente. El templo recibe este nombre por las reliquias que alberga, las cadenas que llevó San Pedro cuando lo apresaron en Jerusalén. En el nuevo testamento, en "Los hechos de los apóstoles” se narra cómo un Ángel bajó del cielo, le liberó y le ayudó a escapar ante la guardia que, milagrosamente, dormía. Una de las más famosas representaciones de este hecho es la que veremos en los Museos Vaticanos, dentro del enorme Palacio Apostólico, en las llamadas Estancias de Rafael, concretamente en la Estancia de Heliodoro, en una pared donde el fresco enmarca una ventana; ya te diré dónde está cuando vayamos.
        –Muy oportuno el Ángel –comenté.
        –Dice la tradición que la Emperatriz de oriente, Eudoxia, (de ahí lo del nombre de la calle acabamos de dejar atrás, regaló esas cadenas al Papa León I Magno, y que éste, al juntarlas con las cadenas con las que estuvo preso al apóstol, aquí, en la Cárcel Mamertina, (si paseamos por el foro te diré dónde está esa prisión) se soldaron, simbolizando la unión entre el imperio de oriente y occidente. Por lo tanto, San Pietro in Vincolí podría traducirse como “San Pedro Encadenado”.
        –Bonita la historia de las cadenas –concluí.
        –Estamos ante una basílica de época romana, consagrada en el 439 d.c.
        –Ya ha llovido desde entonces. Imagino que habrá sufrido muchos cambios –aventuré.
        –Pasemos dentro –Sara me llevó de la mano hacia el atrio de entrada–. Te diré que la fachada es del s. XV, aunque el elegante pórtico de cinco arcadas con estas esbeltas columnas de fuste octogonal perdió su encanto con el añadido del piso superior un siglo después.
        –Sí, parece un pegote –comenté.
San Pietro in Vincoli. Roma. Nave central.
        –Y esta es la Basílica –dijo Sara al acceder a la iglesia­–. El suelo de mármol es reciente, del siglo pasado, colocado tras la ejecución de un amplio programa de excavaciones que confirmó que el templo se edificó sobre estructuras anteriores, probablemente sobre recintos también cristianos. Las veinte columnas dóricas de fuste acanalado, que recorren y delimitan la nave central, son las originales del templo de época romana. y sostienen esa pesada bóveda rebajada que es barroca.
        –Imagino que basílicas de este tipo habrá muchas. No destaca por su decoración precisamente.
        –Pues es uno de los monumentos más visitados de la ciudad.
        –¿Por las cadenas? –inquirí.
        –No. Ahora verás. Adentrémonos en la nave de la derecha  –Sara me llevó frente a lo que me pareció enseguida un monumento funerario. Lo confirmé al contemplar maravillado, por primera vez en vivo, “el Moisés” de Miguel Ángel.
        –¡Pues claro! –exclamé–. Sabía que había leído algo sobre esta iglesia. El famoso sepulcro de Julio II.
        –Exacto. A finales del S. XV, Francesco y Giuliano de la Rovere fueron titulares de esta iglesia, los futuros Sixto IV y Julio II.
        –He leído que Julio II y Miguel Ángel tenían un carácter para echarlos de comer aparte –apunté fascinado ante la escultura.
        –Sí. Julio II era un hombre de fuerte carácter. Fue un Papa militarista que quería recuperar la influencia y el poder de los antiguos estados vaticanos en Italia. También embelleció la ciudad y, cómo no, un personaje como él, no podía tener una sepultura normal. Por aquella época, ya principios del s. XVI, Miguel Ángel era una joven celebridad consagrada; había esculpido “la Piedad” en Roma y “el David” en Florencia. Julio II se lo trajo aquí y le puso manos a la obra en el megaproyecto de enterramiento que, en principio, iría situado sobre la tumba de San Pedro en el Vaticano; una obra descomunal que tendría más de diez metros de altura, constaría de cuatro lados y albergaría alrededor de cuarenta esculturas. El caso es que Miguel Ángel, ilusionado en extremo con el proyecto, se fue a Carrara a elegir mármoles, algo que le entretuvo ocho meses. El genial florentino incluso barajó la posibilidad de traer a Roma un gigantesco bloque para esculpir el sepulcro sobre una sola pieza de mármol.
        –¡Menuda obra! –comenté sorprendido por la magnitud del diseño–. Bueno…teniendo en cuenta que he leído que el mismo Miguel Ángel dijo una vez, en relación a su niñez, que se había criado con leche materna y polvo de mármol en la casa de un cantero cerca de Florencia…
        –Cierto. Esto te puede dar una idea de cómo eran ambos personajes. Lo que pasó después es que, probablemente por celos artísticos, Donato Bramante, arquitecto, deseoso de que el aventajado advenedizo no triunfara, comenzó a enredar ante el Papa. Julio II perdió parte de interés en la magna obra de su tumba y Miguel Ángel, muy cabreado, volvió a Florencia. Un año tardó el Papa en convencerle para que regresara y, cuando lo hizo, fue para enojarlo un poco más, quizá también Bramante tuviera algo que ver con eso; le encargó los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, algo que, para deleite universal, aceptó el genio florentino, aunque fuera a regañadientes, argumentando que él no era pintor sino escultor. El caso es que la construcción del monumento funerario quedó aplazada, y de qué manera, incluso murió Julio II y no se había hecho. Sus sucesores redujeron después considerablemente el presupuesto y lo desviaron aquí, a la iglesia de la que había sido titular el Papa. Quedando finalmente de esta manera.
        Sara echó una moneda en el sistema de iluminación del monumento para que pudiera apreciar mejor los detalles.
        –La estatua de Moisés es la protagonista sin duda.
        –Es magnífica –afirmé.
        –Hay quien asegura que es la mejor escultura de todos los tiempos.
        –Yo…es que soy más de la Piedad del Vaticano. Creo que es la belleza absoluta –apunté convencido.
Sepulcro de Julio II. San Pietro in Vincoli. Roma.
        –Estoy de acuerdo contigo, querido aprendiz; también es mi escultura preferida. Pero sigamos con el sepulcro de Julio II. Iré de arriba hacia abajo, para acabar en “el Moisés”. Culmina el conjunto el escudo de la familia della Rovere por encima de una escultura de la Madonna y el Niño, que sostiene un pajarito que bate sus alas simbolizando el alma del difunto que emprende su vuelo hacia la otra vida. Debajo se sitúa el sepulcro del Papa, con esa figura recostada tan influenciada por las tumbas etruscas de la toscana natal de Miguel Ángel. Representa al difunto en una pose diferente a lo habitual, en la que parece haber cobrado vida; dicen que quería representar la resurrección de su alma. Las últimas investigaciones revelan que, dada su expresividad, el rostro del Papa pudo ser tallado por Miguel Ángel. Las dos figuras que flanquean la sepultura son una sibila y joven profeta. Pero vayamos con el piso de abajo que es el más interesante. En las hornacinas están representadas Lía y Raquel, esposas de Jacob. Lía representa la vida activa, y aparece enjoyada, Raquel la vida contemplativa, y aparece ataviada con una larga túnica que incluso cubre su cabeza. Se cree que las estatuas fueron comenzadas por el artista florentino y acabadas por su discípulo Raffaelo da Montelupo. Sosteniendo el piso de arriba están esos atlantes que parecen querer salir de su prisión de piedra. Ocupan el lugar donde debieron ir los famosos esclavos de Miguel Ángel, y que fueron rechazados por considerarlos "poco decorosos" para figurar en la tumba de un Papa.


Detalles del Sepulcro de Julio II. San Pietro in Vincoli. Roma
        –Los vi en Florencia en la Galería de la Academia –añadí.
        –Unos están allí y otros en el Louvre. Magníficas esculturas, sin duda. Pero vayamos con el plato fuerte, “el Moisés”. Fíjate muy bien. Miguel Ángel lo represento sentado con las tablas de la ley, recién descendido del Monte Sinaí y en el momento en el que descubre que su pueblo ha sucumbido a la idolatría. El fulgor que emana de su cuerpo se representa con esas dos protuberancias que salen de su cabeza.
        –Parecen cuernos.
        –Es curioso que en hebreo sean muy similares las palabras “rayo” y “cuerno”.
        –Tiene una cara de cabreo interesante. Está representado muy acorde con el carácter del Papa y del autor –bromeé.
        –Puede que tengas razón. Quizá Miguel Ángel volcara en su obra todo el malestar y la frustración que vivió con este proyecto. Lo que dicen los expertos es que la figura representa la fuerza y el carácter, quizá terrible, del Papa. Ahora, observemos la escultura. Es evidente la monumentalidad de la talla, acentuada por esos amplios ropajes, las enormes manos del profeta y su cuerpo musculoso. El patriarca aparece con las tablas de la ley bajo el brazo derecho, cuya mano mesa nerviosa su barba. Su rostro aparece con el ceño fruncido, sus brazos con las venas hinchadas, expresando el conjunto la furia contenida que parece que va a explotar de un momento a otro. Es el instante previo a que rompa las tablas de la ley. Esta es la terribilitá de la que ya hablaban los contemporáneos de Miguel Ángel, apodado por ellos mismo il divino; ese estilo grandioso, de gran fuerza y potencia, esas miradas terribles y esos rostros iracundos que caracterizaron algunas de las esculturas del artista.
        –La barba ha sido esculpida con un virtuosismo evidente          –puntualicé.
        –Es una obra genial. Ya en vida de Miguel Ángel se hacía cola para poder verla; su fama era enorme. Cuenta la leyenda que el propio autor, sorprendido por su realismo, por la veracidad y la expresividad de su creación la golpeo con un martillo exigiéndole que le hablase.
        –No me extraña, parece que se va a levantar de ahí y se va a liar a sopapos con el mundo. No me hubiera gustado estar en la piel de los israelitas en aquel momento. –Sara rio y me cogió de nuevo de la mano llevándome hacia el presbiterio.
Cadenas de San Pedro. San Pietro in Vincoli. Roma
        –Y esas son las cadenas de San Pedro. Las que dan nombre a la iglesia. Demos un paseo por el templo –concluyó orientando nuestros pasos hacia el ábside y luego hacia las naves laterales.
        Lo cierto es que aquellas veinte columnas dóricas romanas, de fuste acanalado, y la planta basilical, deban a San Pietro in Vincoli un aspecto sólido y vetusto, muy propio de la antigüedad clásica, lo que me recordó nuestra visita a Santa María la Mayor. Había otras muchas obras de arte entre las que destacaban dos lienzos de Guercino, Santa Augustina y Santa  Margarita, obras del Domenicino y de Pomarancio, y el sepulcro del filósofo y teólogo alemán, Nicolas de Cusa, hombre influyente y clave en el paso del medievo al renacimiento, obra de Andrea Bregno. A punto de cerrar el templo, Sara me llevó de nuevo ante la tumba de Julio II para poder admirar, hasta el último instante, “el Moisés”.
        –Es realmente magnífica. Es de una expresividad sublime –aseveré, mientras Sara echaba otra moneda en el sistema de iluminación–. Parece que se va a levantar en cualquier momento y que va partir las tablas de la ley sobre la idólatra cabeza de algún judío descarriado. Recuerdo que, en Florencia, cuando vi la tumba de Giuliano de Medici, comprobé con mis propios ojos aquello que Carlos Strozzi escribiera sobre la figura dormida que representa la noche: “En esta piedra duerme la vida, tócala si lo dudas y empezará a hablarte”. Con “el Moisés” sucede algo parecido.
        –Dicen que la estatua del profeta hebreo fue muy apreciada por la comunidad judía romana del momento; colectivo que no vivía sus mejores días en la ciudad, recluido en un gueto desde 1555.
        Ambos nos quedamos observando en silencio la escultura hasta que se apagó la iluminación. Entonces sorprendí a mi bella cicerone y le cogí de las manos. Sereno y serio, mirándola fijamente a los ojos, le dije:
        ­- “Sara mía que con tus ojos iluminas el firmamento
            a quién siempre tendré entre mis brazos.
    He tomado tus tibias manos,
    y no quiero llevar en mi corazón
    el pesar de no haber osado besar tu frente”.
        Sara, momentáneamente desconcertada, tiró de mí y me llevó a un lugar alejado del sepulcro del Julio II, antes de que pudiera besar su frente. Cobijados discretamente tras el fuste acanalado de una de las columnas dóricas de la basílica, alejados de miradas escrutadoras, ella pasó sus manos sobre mi cuello y me susurró:
        –Si es que…como no te voy a querer.
        Fue entonces cuando ella me besó lenta, sincera y apasionadamente. Aquel furtivo beso fue tan intenso como el primero que nos dimos. Después, recostó su rostro sobre mi pecho para permanecer abrazada a mí, en silencio, unos instantes. Finalmente, ella elevó su mirada y me preguntó:
        –¿Vas a besarme la frente?
      –Pues claro –respondí apartando su media melena y besándole suavemente. Luego, traté de disculparme, cosa que no logré del todo–. No me ha dado tiempo a hacerlo antes. Te me has lanzado al cuello como una leona. –No conseguí evitar el chascarrillo.
        –¡Serás creído y zalamero! ¡Vulgar plagiador! –Sara rio antes de recitar:
Vittoria mía que con los ojos cerrados embelleces la eternidad
          a quien ya nunca abrazarán mis brazos.
  He rozado tu fría mano
  y para siempre tendré en mi corazón
  el pesar del no haber osado besar tu frente.
        –En estos días en los que está de moda plagiar y el corta-pega… –repliqué puerilmente ruborizado­–. No me negarás que me he esforzado en adaptar el poema y el autor, a la temática y el lugar. Lo tenía preparado para cuando estuviéramos ante “la Piedad”, pero no me he resistido. Si quieres te lo repito allí. –Sara volvió a reír con mis “procederes”.
        –Ha sido un detalle precioso, gracias –añadió después–. Seguro que a Miguel Ángel no le importará que hayas utilizado sus bellos versos dedicados a su recién fallecida, y amor platónico, Vittoria Colonna, para encandilar a tu querida dama.
        Sin rastro alguno de Terribilitá en nuestros felices rostros, juntos, de la mano, sintiendo nuestras almas cada vez más unidas, quizá ya encadenadas para siempre, como San Pedro a las cadenas que daban nombre a aquel templo, abandonamos aquel bello espacio, San Pietro in Vincoli, dando por concluido un inmejorable e intenso domingo de turismo.

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