jueves, 7 de mayo de 2020

POR EL PASEO DEL PRADO CON SARA. ISABEL DE FARNESIO, 1ª PARTE.

RETRATO DE ISABEL DE FARNESIO, OBRA DE JEAN RANC, 1723. MUSEO DEL PRADO


Según me había comentado Sara, el cuadro que veríamos a continuación era “La curación de Tobías” también de Bernardo Strozzi. Ella iba a proseguir con sus explicaciones después de que ambos nos detuviéramos ante la cartela, pero me adelanté aludiendo al reinado de Felipe V con pretendido salero.
        –¿Crees que me convertiré en un Felipe V cualquiera, en manos de su Isabel de Farnesio?
        –Por si acaso no entres en uno de sus famosos “episodios de melancolía”, que era como denominaban a la depresión.
        –Contigo no siento el desánimo, aunque sí que eres algo sargentona, como se dice de la reina.
        –Espero que con eso no te refieras al volumen de Isabel de Farnesio, que lo tenía. Además, las profesoras somos así con los alumnos. –Sara me guiñó insinuante humedeciéndose los labios con la lengua.
        –Vas a conseguir que pierda los estribos –dije atrayéndola hacia mí–.
–Isabel de Farnesio era una mujer de armas tomar. ¿Quieres que te cuente cosas sobre ella? –me preguntó mientras jugueteaba con un botón de mi camisa, mirándome con coquetería–.
        –Claro. Adelante.
        –En 2014 se conmemoró el tercer centenario de su llegada a España, y se organizaron algunos actos, conferencias…etc.
        –Y seguro que asististe.
        –A algunos me pude acercar.  ¿Has estado en Guadalajara?
        –Sí –contesté lacónico.
–Verías lo principal, imagino; el Alcázar, el Palacio del Infantado, el Panteón de la Duquesa de Sevillano, el Convento de San Francisco y la Cripta de los Duques del Infantado, y varios templos como la Concatedral de Santa María, San Ginés, Santiago, San Nicolás…
–Algunos sitios sí me suenan. Y eso, ¿qué relación tiene con lo que estamos hablando?
        –¡Qué malsufrido eres! –exclamó antes de comenzar con su disertación–. Isabel de Farnesio nació en Parma en 1692. Hija de Dorotea Sofía de Neoburgo y de Eduardo II Farnesio, tuvo una relación muy buena con su tío Francisco, que se convirtió en su padrastro a la muerte de su padre, contando ella con un año de edad. Recibió una educación muy esmerada, al parecer iniciada por su propio abuelo; estudió historia, geografía, música, gramática, retórica, relaciones internacionales, y hablaba 7 idiomas. Y a nosotros… nos la colaron, en cierto modo.
        –Explícate que esto empieza a ponerse interesante.
        –Me gusta activar tu gen de “portera”. –Sara rio.
        –Me explico. El Abate Giulio Alberoni fue una persona muy influyente en la corte de Felipe V, merced al amparo de Madame de la Tremoille, que era realmente quien movía los hilos de la monarquía. Esta famosa dama francesa fue enviada a España por el rey Sol, para tener controlados los movimientos de su nieto, el rey, y nombrada Camarera mayor de palacio para tutelar a la joven reina, María luisa Gabriela de Saboya. Madame de la Tremoille dirigía su vida, y por tanto la de su libidinoso marido. El problema llegó cuando la frágil y joven reina murió prematuramente, y hubo que buscarla sustituta. Alberoni era embajador del duque de Parma en Madrid, y comenzó a actuar posicionando a Isabel de Farnesio como la perfecta candidata. El abate la definió como una mujer bella, obviando las evidentes cicatrices de viruela que marcaban su rostro, algo que tampoco reflejarían luego sus retratos…
–Ya funcionaba el Photoshop por lo que veo.
–Mucho. Alberoni decía de ella que era callada, dulce como la miel, maleable, pura mantequilla, en definitiva, una especie de apetitoso queso parmesano enviado para goce y disfrute de su severa y católica majestad; una venus, amante, madre y esposa ideal que se dedicaría a rezar, a engendrar y criar hijos para mayor gloria de la dinastía borbónica, y a bordar en sus ratos de asueto. Además, el ardiloso abate, abogó por el interés de este matrimonio para la corona por su aporte patrimonial; Isabel era la posible heredera de los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla, además del de Toscana, si se extinguía la familia Medici; herencia que le venía por parte de su bisabuela paterna. Recuerda que España había perdido sus posesiones en Italia en favor de Austria tras el tratado de Utrecht. Pero su llegada supuso un terremoto político cuyo preámbulo fue el dilatado viaje que Isabel hizo, deliberadamente por tierra, durante el cual llegó a reunirse con Mariana de Neoburgo viuda de Carlos II, en la localidad de San Juan de Pie de Puerto, en Francia, incluso participó en algunos festejos.
        –No entiendo del todo el asunto.
        –Yo te lo explico –Sara me sonrió con orgullo–. Isabel de Farnesio hizo todo lo contario de lo que le sugirieron desde Madrid, es decir, de lo que quería Madame de la Tremoille. No vino por mar hasta el puerto de Alicante, que hubiera sido más rápido y, además, se reunió con Mariana de Neoburgo a quién la Tremoille indujo a expulsar de España durante la guerra de Sucesión, por su evidente relación con la causa Austracista de la que era partidaria.
        –Eso lo entiendo. ¿Dónde encaja lo de Guadalajara en todo esto? –pregunté con interés–.
        –Ahora vamos con ello. El rey esperaba a Isabel en el Palacio del Infantado de Guadalajara para ratificar los esponsales; se había celebrado una boda por poderes tres meses antes en la Catedral de Parma con toda pompa y boato, a la que siguió un pantagruélico banquete.
–La verdad es que me gustaron Guadalajara y lo que visitamos de su provincia. La fachada y el patio del Palacio del Infantado son fantásticos –aseveré–.
–Sí, preciosos –asintió Sara antes de proseguir–. Parece ser que, con la excusa de que era el embajador del Duque de Parma, el taimado abate Alberoni se adelantó a recibir a Isabel de Farnesio en Pamplona. Allí, ambos elaboraron un plan para deshacerse de Madame de la Tremoille, también llamada Princesa de los Ursinos. Parte importante de aquella celada consistió en alejar de la corte a la influyente francesa, arguyendo la conveniencia de que les recibiera en Jadraque, concretamente en la Casa de las Cadenas, una casa de postas, el día antes de su llegada a Guadalajara, para preparar convenientemente la llegada de la nueva reina, que iría directamente a casarse a la capital manchega. Era la noche del 23 de diciembre de 1714.
–Eso de “los Ursinos” de que viene.
–De que su segundo marido pertenecía a la familia Orsini. En España se lo cambiamos un poco –Sara me sonrió haciendo un gesto de resignación–. Y en Jadraque llegó el enfrentamiento entre la ya anciana aristócrata francesa, segura de su inmenso poder y ascendiente sobre el monarca, y la futura reina que, tras un azaroso viaje en medio de una nevada, no debía de llegar muy conciliadora, o ya escenificaba el papel que, junto a Alberoni, habían ideado que jugaría. Madame de la Tremoille, no sospechando nada, recibió con familiaridad poco protocolaria, sin la obligada reverencia, a la futura reina que llegaba aterida de frío y, digamos… poco compuesta. Y, parece ser que, con insolencia, se atrevió a comentar algo sobre su indumentaria y aspecto general y, especialmente sobre lo ancho de sus caderas, cogiéndola del talle. Isabel, con el carácter que tenía, dicen que le soltó una bofetada, comenzando después una agria discusión sobre el dilatado, innecesario y costoso viaje de la futura reina, y sobre esa incómoda reunión con Mariana de Neoburgo, los festejos…etc. Por su parte, Isabel de Farnesio, reprochó a la Princesa de los Ursinos la descortés confianza con la que la había acogido, y su inoportuno atrevimiento, al haberla tocado, y haber hecho comentarios inapropiados sobre su figura y atuendo. El resultado final, lo más probable es que fuera el planeado por Isabel y Alberoni, pero sorprendente para ambas comitivas, fue que la reina decretó el destierro fulminante de Madame de Tremoille.
–Debió de ser algo digno de ver por lo que cuentas.
–Se ve que saltaron chispas. Ante la sorpresa de la tropa que acompañaba a la Princesa de los Ursinos, y la importancia del personaje sobre el que recaía aquella orden, quién debía llevarla a cabo le solicitó a la futura reina que lo hiciera por escrito. Entonces Isabel ordenó encerrar a la francesa, solicitó papel, pluma y tinta, redactó el mandato, y la envió, sin contemplaciones, esa misma noche, escoltada por una Guardia de Corps de cincuenta hombres, camino de la frontera francesa. Con aquel hábil movimiento político, Isabel de Farnesio se quitó de encima en su primer encuentro a la persona que más había influido sobre su marido durante los últimos años.
–Sí, por lo que veo no se andaba con tonterías.
–No, es evidente. Alberoni debió de asistir a aquello desde un calculado segundo plano frotándose las manos, lleno de satisfacción. Al día siguiente la aligerada comitiva real llegó a Guadalajara y, como había planeado el abate, que sabía que al rey se le controlaba perfectamente desde la “cama” –Sara me sonrió sugerente–, tras los esponsales celebrados en la Capilla del Palacio del Infantado, Isabel se encerró con su marido en los aposentos preparados a tal efecto en el mismo palacio de 6 a 12 de la noche, tiempo suficiente para consumar el matrimonio y, al parecer, mucho más.  Cuando salieron de allí, para asistir a la misa del gallo, el lujurioso monarca había entregado su alma, su reino, y dado el visto bueno a que Madame de la Tremoille no volviera a pisar suelo español, algo que la dama francesa intentó en vano enviando una carta de queja al rey. Isabel se encargó de ayudar al rijoso Borbón a redactar un documento dirigido a Luis XIV justificando su expulsión debido a su impopularidad.
        –Una mujer inteligente como tú, que me has cegado en la cama, me has sorbido el seso no sé con qué maléfico fin. –Sara rio.
        –Es sencillo, tengo un objetivo. Quiero abrir un modesto geriátrico, y tú serás mi primer cliente –apuntó con sorna–.
        –¡Eres una arpía! Pero mira, sí que me apetece encerrarme de 6 a 12 contigo. Es un reto que te planteo, a ver si eres capaz de someter mi voluntad antes de la misa del gallo –añadí jocoso–.
        –Necesitaría mucho menos tiempo… –Sara volvió a humedecerse los labios mientras me provocaba con picardía con la mirada.
        –Sí, lo lograrías, es un hecho –aseguré sonriéndole–.

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