domingo, 14 de julio de 2019

PASEOS CON SARA. EN LA PIAZZA DE SAN IGNACIO


            
Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma
       Sara me llevó en un periquete a la Piazza de San Ignacio. Era evidente que había pasado mucho tiempo en la ciudad, se movía por sus calles con la misma naturalidad que lo hacía por Toledo, con el añadido de que Roma es mucho más grande.
        –¿Cuántas veces has estado aquí? –pregunté–. En mi caso es la segunda vez, y la primera fue un paso fugaz de fin de semana.
        –Muchas. Aunque la más duradera fue el año que vine de Erasmus. Estudié mucho, pero también conocí Roma como siempre había deseado, despacio, sin prisas y sin planes, dejándome perder por sus calles.
        Creo recordar que mientras hablábamos me llevó callejeando por la Via della Gatta y la Vía San Ignacio, calle que desembocaba en la plaza que lleva también el nombre del santo, donde se encuentra el flamante templo que está bajo su advocación. Transitándola me indicó cual era la fachada lateral derecha de la iglesia.
        –Hablando de fachadas… –debí poner una cara de pícaro que ella advirtió sin ningún tipo de duda.
        –Madre mía…No sé por dónde me saldrás ahora… –aventuró sonriéndome resignada.
        –Me estoy acordando del templo ese que me vas a abrir en cuanto lleguemos a la habitación del hotel y…
        –Ya decía yo que tardabas… –me interrumpió mientras se dejaba tomar por la cintura.
        –Me gustaría inspeccionar la fachada del templo, digamos que es…una especie de adelanto, necesario para que el maestro de obras proceda con seguridad en su interior. Ya me entiendes… –insinué enarcando las cejas varias veces.
        –Me lo temía. No ha sido suficiente con el beso en la puerta de Il Gesú.
        –He de concretar que ha sido muy interesante. He encontrado muy acogedor, húmedo y cálido el interior del… “ábside”.
        –¡Qué metafórico te has vuelto! –dijo, mientras yo encogía levemente mis hombros y le sonreía.
        –Desde luego, el incienso no es necesario, el templo tiene un aroma…una fragancia… que me embarga. ¿Sabe la propietaria de tan hermoso espacio que el aroma de su piel me hace perder el sentido? –añadí mientras la olisqueaba el cuello, incluso llegué a rozarlo varias veces con mis labios, jugueteando.
        –Me parece que el “inspector” está perdiendo las formas en plena vía pública. –Sara rio.
        –¡Y cómo sabe la fachada! –exclamé relamiéndome.
        –Eres incorregible, peor que un adolescente.
        –Lo confieso. Tengo Saritis. Se me inflama todo teniéndote cerca.
        –Y un guarro. El “maestro de obras” es un pervertido y un cochino –exclamó mientras reía, y trataba de zafarse ya de mis manos que, como un pulpo, comenzaban a buscar allá donde la espalda pierde su ilustre nombre. ¡Vale, ya! ¡Estate quieto! –exclamó entonces en cuanto comencé a intentar hacerle cosquillas. ¡Te voy a dar un soplamocos! –Sara terminó por sujetarme las manos–. A lo mejor el templo se cierra antes de ser visitado, y no me refiero a San Ignacio.
        –Necesito una cura, un alivio a mi Saritis, urgentemente –dije poniéndome meloso y teatral.
        –Se está rifando una torta y tienes todas las papeletas por el momento. Tira…delante de mí –finalizó enérgica, indicándome el camino haciendo aspavientos, mientras nos cruzábamos con una anciana viandante que debía de haber asistido divertida a todos mis requiebros, y que gesticulaba a mi paso señalándome a Sara, mientras repetía en italiano algunas frases de las que extraje algunas palabras:
        Bellísima ragazza. Grande pazienzia.
        Sara le obsequió con una sonrisa conformista, y le contestó:
        Grande pazienzia. È vero signora.
        Seguidamente Sara me dio un cariñoso golpe en el hombro a lo que la anciana respondió con un comentario repetido que acompañó con un gesto en su rostro de cierta tristeza, quizá nostalgia; a lo mejor nuestro encuentro le evocaba algunos recuerdos.
        È l’amore. È l’amore.
        Después de este divertido episodio, llegamos a la Piazza de San Ignacio. Sara comenzó sus explicaciones sobre la fachada del templo sin más dilación, probablemente para no darme tiempo a volver a las andanzas.
        –Como puedes ver, la fachada recuerda mucho a la de Il Gesú. Aquí puedes comprobar la influencia que tuvo, como te dije allí, el diseño de la portada por parte de Giacomo della Porta.
        È vero signorina–comenté jocoso–, se repite el esquema de las doble pilastras, las columnas que se adelantan en la puerta central y en el vano del piso superior, el frontón curvo, las volutas… Aunque la veo menos compacta, no sé… más estilizada, ¿no crees?
        –Exacto. La nave central es aquí más alta en comparación con las laterales. Las volutas presentan una mayor inclinación que en Il Gesú. Me sorprendes cuando prestas tanta atención a algunos detalles.
–Es que cuando te pones seria me das miedo, y me convierto en un alumno aplicado que admira profundamente a su profesora, y la respeta.
–Ya…, veamos lo que dura –apuntó con sorna–. Pasemos entonces al interior. –Sara tomó mi mano, aunque antes de cruzar del todo la Piazza de San Ignacio volví a cogerla por la cintura.
–Ya decía yo que el alumno respetuoso no tardaría en desaparecer dando paso al libertino.
Entonces me arranqué:
–¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo de que vuelvas los ojos de tu grandeza a este, tu cautivo caballero… –entonces, no supe seguir–. ¿Qué tal me ha quedado este elogio a lo Quijote?
        –No puedo contigo. Pero es que… me encantan tus zalamerías.    –Entonces Sara se rindió ante mi galantería, se dejó abrazar y, más tarde, besar en el centro de la Piazza de San Ignacio. Luego, imbuida por el espíritu cervantino, al que yo había acudido con mis lisonjas, parafraseo al insigne príncipe de las letras españolas:
        –Y ahora, “la lengua queda y los ojos listos, mi caballero andante”. –Y me llevó al interior del templo. Allí retomo sus doctas explicaciones.
Interior de la iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Puedes apreciar que hay una amplia nave central y tres capillas laterales a cada lado, el mismo esquema que en el Il Gesú de Vignola. La obra la financió la familia Ludovisi, a la que pertenecía el Papa Gregorio XV. El proyecto se le adjudicó al jesuita Horacio Grassi. Sobre su diseño surgieron dos problemas; uno ya lo has visto en la fachada, por la diferencia de altura de las naves laterales respecto de la central, solucionado con esas volutas más verticales, y el otro fue el de la cúpula que, por el gran espacio que debía ocupar, sería grande y costosa de edificar.
–Dijiste que era el templo de la trampa.
–Sí, enseguida te hablaré de eso. Pero primero, observa la monumentalidad de la nave central en la que se abren las capillas laterales, con esas dobles pilastras que enmarcan arcos de medio punto sostenidos por columnas corintias, ligeramente exentas respecto a los pilares.
–Las dobles pilastras… como en Il Gesú –añadí admirado.
–Vamos con las trampas. En cuanto a la decoración de la bóveda, todo es un enorme trampantojo, obra del Padre jesuita Andrea Pozzo.
–Se ve que en esto era todo un experto –comenté fascinado.
Bóveda trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Representó el papel de San Ignacio en la expansión del nombre de Dios en el mundo. Juega con imágenes relacionadas con el fuego y la luz, siguiendo el pasaje del evangelio de San Lucas en el que se recoge la frase de Cristo “he venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y ¡Cuánto desearía que ya hubiera prendido!” San Ignacio hizo suyas las palabras de Jesús, y convirtió a la Compañía en un ejemplo de labor misionera, expandiendo la luz de su palabra por todos los rincones del planeta. Eso lo escenifica el Padre Pozzo en los cuatro extremos de la bóveda pintando la alegoría femenina de los cuatro continentes conocidos en aquel momento, Europa, África, Asia y América. Europa aparece como una matrona sobre un caballo, Asia sentada sobre un camello, África, con facciones árabes, sentada sobre un cocodrilo y blandiendo un colmillo de elefante, y América, como una señora con ropajes indígenas hiriendo a un gigante.
–Desde luego el autor domina la perspectiva. Juega con la ilumincaión y las figuras, con el espacio, la arquitectura y la pintura de tal manera que no sabes qué es qué, ni su origen ni fin.
–Exacto. Sigamos, vayamos hacia la cúpula –Sara me llevó hasta un punto amarillo señalado en la iglesia–. Ahora mira hacia arriba.
Cúpula trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Antes creí entender que no se había edificado.
–Y no se hizo.
–Pues ya me contarás que estoy viendo –dije confundido.
–Muévete hacia alguno de los lados.
–¡No puede ser! –exclamé.
–Es también de Andrea Pozzo. Pintó una cúpula con todos los detalles, incluida la luz que entra por un vano. En las pechinas representó a guerreros victoriosos del antiguo testamento como Judith, David, Sansón y Yael.
–Me estoy haciendo fan del Padre Pozzo. Me parece increíble y muy original. Tiene que ser muy difícil pintar esa realidad fingida.
–Ideó una solución barata. El techo es plano, no hay cúpula. Sentémonos o se nos va a quedar el cuello hecho un higo.
Sara me llevó a un banco y ambos contemplamos durante un buen rato los detalles de la bóveda y la falsa cúpula. Luego me invitó a pasear por el interior de las capillas, apuntándome una serie de detalles; como siempre, daba gusto escucharla. Se detuvo en una especialmente, en el crucero.
–Eso de la iglesia que hace trampa es de los más gráfico. Creo que no he visto nada igual en mi vida.
Capilla de San Luis Gonzaga. Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Para no cansarte te contaré alguna cosa sobre esta capilla porque es la de tu tocayo, San Luis Gonzaga. También la diseñó Andrea Pozzo en su arquitectura. La escultura fue obra de Pierre Legro. En el centro, el Santo fue esculpido en relieve orando mientras los Ángeles le coronan alborozados, celebrando su santidad, enmarcado por robustas columnas salomónicas. Bajo el altar hay dos ángeles; uno juega con una bola del mundo de lapislázuli y, el otro, con los símbolos de la inocencia y la penitencia. La balaustrada la rematan dos ángeles más con lirios, obra de Bernardino Ludovisi.
Tras admirar largamente de nuevo los frescos del Padre Pozzo salimos del templo.
–¿Qué te pareció?
–Increíble. No sé con cual me quedo, si con el “salchicha” de Il Gesú, o con el de los embutidos, de aquí. –Sara rio­.
–Espero que ningún purista de la historia del arte te escuche, llamar “Salchicha” a “Il Baciccia”, y relacionar al genial Padre jesuita Andrea Pozzo con la industria cárnica murciana “el Pozo”, tiene su guasa.
–Y ahora… ¿cómo rematamos la tarde, mi sueño toledano?       –comenté tomándola por la cintura.
–Qué le parece a mi caballero andante si tomamos un buen ristretto, y un pastelillo o unas pastas primero, y disfrutamos de un bello atardecer romántico pongamos que en Il Campidoglio?
–Me parece una idea estupenda. Bueno…la verdad es que todo me parece bien contigo –le dije mientras la besaba en la mejilla.
–Pues vamos a descansar un rato. Aquí cerca está el Caffé Doria, en la Via della Gatta. Esperamos allí a que el sol baje lo suficiente para admirar su ocaso desde lo alto del Campidoglio, al amor de las sugestivas ruinas del foro y de la original arquitectura renacentista del genial florentino, Miguel Ángel.
–Seguro que será el mejor broche final para una intensa tarde de turismo con esta “bellissima ragazza” –dije pasándole mi brazo izquierdo sobre sus hombros, atrayéndola hacia mí, mientras salíamos de la Piazza de San Ignacio.
–Ya, pero no se te olvide que la anciana que te ha sugerido lo de “bellisisma ragazza” también dijo que tenía “grande pazienzia”.     –Ambos reímos, mientras Sara pasaba su mano por mi cintura, y descansaba su cabeza sobre mi hombro, ya de camino al Caffé Doria.

domingo, 7 de julio de 2019

PASEOS CON SARA. LAS CAPILLAS DE IL GESÚ.



     Espectacular capilla de San Ignacio de Loyola en Il Gesú.
     Llegados a aquel momento, tras nuestro nuevo encuentro con el fornido Padre Bernardo Escalante, el amigo de Sara, un silencio se instaló entre nosotros, mientras deambulábamos por la imponente y luminosa nave central de Il Gesú.
        –¿Qué piensas? Vuelves a estar muy callado, y eso no me parece normal. –Sara me sonrió.
        –Pues tú me dirás… En que voy a pensar. En Berni.
        –Un gran tipo, sí señor.
        –Grande en todos los sentidos, sobre todo físico. Intimida.
        –Es un cacho de pan, y un sacerdote.
        –Pues a mí ya me ha soltado dos lindezas que han sonado a amenaza directa.
        –Ya. Y también te ha recomendado los lugares más penumbrosos del templo, por si quieres hacerme alguna carantoña. No seas bobo, y vamos a ver las capillas. –Era evidente que Sara se divertía, y era más que probable que el gigante jesuita toledano también lo hiciera a mi costa.
        –Mientras explicaba las pinturas del “Salchicha” ese... ­–Sara soltó, involuntariamente, una entrecortada carcajada que resonó levemente en todo el templo, mostrándonos de aquel modo, y de forma fehaciente, la extraordinaria y estudiada acústica de la que hacía gala aquel hermoso espacio.
        –¡Cuánto me divierto contigo! –Sara se abrazó a mí–. Si no supiera que tus conocimientos de arte no son de andar por casa, seguiría riéndome con lo del “Salchicha”. Ha sido una ocurrencia de las de enmarcar
        –Pues puedes seguir riéndote, mientras Berni nos explicaba la bóveda, la cúpula y el cascarón del ábside, más que en las pinturas, yo me fijaba en sus expresivas y enormes manos señalándonos los detalles. ¡Ah! Y sus dedos también parecen salchichas, y de las gordas. –Sara volvió a reír, y me estrechó aún más entre sus brazos, apoyando primero su cabeza en mi pecho, y luego elevando su rostro, dejando caer lánguidamente sobre mis ojos una de aquellas miradas suyas, triste e irresistible, mimosa en cierto modo; de niña perdida necesitada de luz y cariño.
        –¡Mi dulce atontolinado! –exclamó entonces sonriéndome de nuevo, con una expresión en su semblante repleta de dulzura–. Voy a hacer como que no sabes nada. Veamos…no es el “salchicha”. Su nombre es Il Baciccia, bueno, su apodo…
        –En gramática estaríamos hablando de un “hipocorístico”, quizá.
        –Bufff, el escritor pedante está trabajando de lo lindo –Sara ironizó–. Giovanni Battista Gauli, “Il Baciccia”
        –El enchufado por Bernini.
        –Exacto. Venga, vamos a ver algo de las capillas, lo más señalado, que quiero llevarte a otro templo Jesuita antes de que nuestra tarde de turismo acabe.
        –No es que me aburra pero…en los últimos instantes te me has acercado mucho y…ahora mismo estoy deseando más volver al hotel y así conocer más íntimamente el hermoso templo que es tu cuerpo, la catedral de la pasión toledana que nubla mis pensamientos, por el que he perdido cualquier atisbo de juicio, cuya sola contemplación me vuelve tolondro, el… –teatralizaba en aquel momento mi discurso, engolando la voz, sujetando a Sara por la cintura con firmeza hasta que ella me interrumpió con cierta resignación en su expresión, poniendo sus manos en mi rostro con delicadeza, acariciándome, sin oponer resistencia alguna ante la presión con la que la mantenía asida–.
        –¿Sabes quiénes eran los Beocios? –me preguntó cambiando de conversación.
        –Aquellos que tienen algún problema de tiroides. ¿Bocio quizá?
        –Pues no. Eran los antiguos habitantes de la Beocia griega. Pero hay otra acepción de la palabra que está definiendo más tu comportamiento y que me da a mí en la nariz que la conoces.
        –Me lo temía. No sé por qué, pero intuía que tu pregunta acabaría en eso. O sea…soy un poco tonto.
        –Vamos a dejarlo en un poco –Sara me sonrió, y me besó en la mejilla. Luego acercó su boca a mi oído y me susurró–. Cuando lleguemos a la habitación te voy a abrir las puertas del templo, vas a tener la nave central y todas las capillas para ti solito, sin olvidar transepto y ábside. ­­–Entonces rio con aquella coquetería que me volvía la piel del revés y se zafó de mis manos.
        –A esto se le llama maltrato. No puedes decirme eso y luego dedicarte a hacer de guía turístico. Eres cruel y despiadada. ¡El mismísimo pecado hecho carne! –exclamé pomposo.
        –Venga, cada cosa a su tiempo –me comentó insinuante entonces, guiñándome un ojo y dándome la mano–, acerquémonos al verdadero tesoro del templo, la Capilla de San Ignacio, en la parte izquierda del transepto.
        –¿Tesoro? ¿Podré acceder también al tesoro de mi catedral toledana una vez que estemos en la habitación del hotel? Una cosa es contemplar la belleza de un templo y conformarse con ello, y otra muy diferente adentrarse en sus más recónditos secretos, aquellos arcanos a los que solamente los privilegiados bendecidos por la divinidad…
        –Eres incorregible, aunque creo que eso me vuelve loca.
        –Es un don natural el que tengo –apunté con inmodestia.
–Tú pórtate bien el resto de la tarde, y luego veremos qué pasa –finalizó su frase con sensualidad.
–Acataré entonces resignado, esta pesada condena, este inhumano y desalmado proceder por tu parte ­–dije agachando la cabeza, y dejándome llevar por su mano. Instantes después nos detuvimos ante aquella impresionante capilla, una joya barroca. Sara comenzó sus explicaciones agarrándome del brazo derecho con ambas manos, apoyando su cabeza en mi hombro.
        –Esta es la capilla de San Ignacio, lugar de peregrinación en el mundo jesuítico por albergar las reliquias del fundador de la orden en esa bella urna, donada por una acaudalada romana, obra de Alessandro Algardi en el S. XVII.
        –Algardi hizo cosas en Aranjuez, ¿verdad? Quiero recordar que algo me contaste allí –apunté intentando apartar de mi mente la imagen de Sara desnuda, entre mis brazos, de la noche anterior, que se había instalado en mi mente desde que me susurrara al oído aquello de que me abriría las puertas de su templo.
        –Sí, bueno…nos lo contó Lucia en el Palacio Real. Un par de chimeneas son de él. También las figuras de la Fuente de Neptuno en el Jardín de la Isla. Tienes buena memoria, eso sí, cuando quieres y sobre lo que quieres –Sara me sonrió insinuante sin dejar lugar a dudas de a qué se refería. Luego prosiguió–. El diseño de la decoración de la capilla es del jesuita Andrea Pozzo, de finales del s. XVII. En el altar, esas cuatro columnas corintias dan un movimiento semicircular al espacio, y albergan la estatua del santo con los brazos abiertos y la mirada extasiada y perdida en el cielo, obra de Pierre Legros. En origen, era completamente de plata, aunque para hacer frente a las enormes indemnizaciones que estipulaba el Tratado de Tolentino, en 1798, establecidas por Napoleón al papado, Pio VII ordenó fundirla. Posteriormente se esculpió una reproducción que solo está revestida de ese precioso metal, y que se colocó dentro de la casulla nuevamente, como la anterior.
        –Napoleón, un héroe para Francia.
        –El resto de Europa seguro que tiene otro concepto sobre la figura de Bonaparte –afirmó Sara con acierto­–.
–Ahora me vas a disculpar, pero no veo la famosa estatua.
Escultura de San Ignacio de Loyola. Originariamente de Pierre Legros.
–Ya. Está oculta detrás de ese lienzo. Hoy no tendremos la suerte de verla. Te la enseñaré en foto –Sara echó mano de su móvil para mostrarme la efigie del Santo y prosiguió–. Los grupos escultóricos de mármol que flanquean el altar representan los valores de la compañía; su afán misionero extendiendo la fe por todo el orbe, y su lucha contra la herejía, como estandarte de la contrarreforma. A la izquierda puedes ver el conjunto esculpido por Jean-Baptiste Théodon, que representa a la fe como una figura humana que lleva un cáliz en la mano y que pisa un dragón, y al otro lado la obra de Pierre Legros que representa a la religión encarnada en una mujer con una cruz y la biblia en una mano, y una llama en la otra, simbolizando el fuego invencible de la palabra divina derrotando a los herejes. Fíjate que, a un lado, un bonito angelote arranca las páginas de un libro prohibido.
–¡Que manía de destruir los libros!
–Eran otros tiempos, aunque no debemos olvidar que hay países donde se siguen prohibiendo lecturas. Arriba, en el frontón partido, está representada la Trinidad, realizada en estuco, y hay una bola sostenida por un angelote que está revestida de lapislázuli y que representa al orbe, la universalidad del poder y el mensaje divino. En la cúpula hay otro fresco de… –Sara me invitó a intervenir.
–El “salchicha”. –Ella rió.
-Exacto, Il Baciccia. Giovanni Battista Gauli, pintó a San Ignacio entrando en la Gloria. La espectacular balaustrada de bronce que nos separa del altar es obra también del Padre Andrea Pozzo, y anuncia, en sus formas, el estilo el rococó que estaba por llegar, con esos motivos vegetales que se retuercen pareciendo cobrar vida y movimiento. Cada tramo está delimitado por una pilastra de mármol sobre las que se sitúan candelabros de bronce sostenidos por graciosos puttis.
–Eso no ha sonado muy bien.
–Para una mente sucia como la tuya, seguramente no. Aunque sabes a que me refiero.
–Sí… Bombón… son graciosos angelitos, amorcillos –le dije haciéndole una carantoña, acariciándole el rostro con el dorso de mi mano derecha.
–Palentino zascandil y zalamero… Anda, entremos ahora en la Capilla de la Madonna della Strada.
Sara me llevó al espacio contiguo donde estaba aquella hermosa y recogida capilla.
Capilla de la Madonna della Strada. Il Gesú
–Cómo ya te comenté antes de entrar al templo, aquí cerca había una pequeña iglesia puesta bajo la advocación de la Virgen della Strada, que podríamos traducir como la Virgen del Buen Camino, cuya protección buscaron los primeros jesuitas. Finalmente, ese templo se quedó pequeño y fue derruido, pasando la imagen de la Virgen a presidir este espacio diseñado por Giuseppe Valeriani en el S. XVI, autor de las pinturas con ingenuas escenas sobre su vida. El fresco de la Madonna della Strada es del S. XIV, y destaca por la mirada serena y frontal, de la Virgen y el Niño, ambos portando llamativas coronas de oro y piedras preciosas, ornamentos que tuvieron que ser repuestos tras el paso de Napoleón.
–Ya. Imagino que se llevó todo lo que pudo. Que se lo digan a los sevillanos a los que casi les deja sin cuadros de Murillo. Por cierto, preciosa la pintura –afirmé
–Ahora vamos al otro lado del transepto, allí está la capilla de San Francisco Javier, daremos después un paseo por el resto del templo, y concluiremos nuestra visita a Il Gesú.
Sara me llevó hasta aquella capilla, que, comparada con la de San Ignacio, presentaba un aspecto mucho más sobrio y modesto.
Muerte de San Francisco Javier de Carlo Maratta
–La capilla fue diseñada por Pietro da Cortona, y está presidida por el cuadro de Carlo Maratta que representa la muerte de San Francisco Javier, el gran misionero jesuita cuando iba a entrar en China para evangelizarla. Abajo verás un relicario de plata que contiene el antebrazo derecho del Santo; según escribió una vez él mismo, se le cansaba de tanta gente como pedía su bendición y bautismo en la India.
Sara siguió dándome algunos detalles más sobre el resto de espacios del templo, ya con cierta premura.
–Creo que debemos irnos, nos espera “la Iglesia que hace trampa”… –dejó caer enigmática.
–¿Y eso?
–Eso… lo verás cuando lleguemos, vamos.
–No crees que antes deberíamos acudir a uno de esos lugares penumbrosos a los que se refería tu amigo Berni, en la parte de atrás de la iglesia. –Sara me dio una cariñosa y reprobadora colleja que me dejó sin palabras y me cogió la mano con más fuerza, invitándome, sin dejar lugar a dudas, a salir de la iglesia. Una vez fuera, se giró violentamente, y me acorraló contra una de las hojas de bronce de la puerta de entrada.
–Ahora, bésame –me ordenó, rodeándome el cuello con sus brazos, y buscando con ansiedad mi boca. Por supuesto obedecí, un caballero jamás debe contrariar a una dama. Por el abrazo que siguió a aquel intenso beso, y por su mirada cariñosa y cómplice, creo que no la defraudé.
–Un par de besos como este y tengo que ir al dentista o el maxilofacial… ¡Caray, que ímpetu! –comenté con gracia palpándome los labios y la mandíbula.
–Vamos, cuentista. –Rio ella mientras me arrastraba ya hacia “la Iglesia que hacía Trampa”; eso había dicho.