domingo, 30 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (V PARTE)

 

Playa de Santa Marina. Ribadesella.

          Cautivado por la belleza de su rostro, desarmado por la fuerza de la seductora mirada de aquellos insondables ojos verdes, ahora, además, sentía cercano y electrizante el calor de su cuerpo a través de mi brazo. Intenté distraerme en la contemplación del bello paisaje que nos rodeaba, aunque no conseguí apartar mis pensamientos turbadoramente encarnados. Entonces, un breve silencio se instaló entre nosotros, una cálida tregua que recompuso en parte mi ánimo, mientras caminábamos plácida y lentamente por el Paseo Agustín de Argüelles, en la Playa de Santa Marina, cubiertos por aquella tarde plomiza que amenazaba aguacero.

–No sólo soy unos ojos bonitos –dijo reflexiva y cándida, con cierta melancolía, consciente de su belleza arrobadora, instantes después.

        –Eso ya lo sé. No me malinterpretes. No quiero resultar superficial pero tu atractivo puede llegar a perturbar y lo sabes –me disculpé por si acaso.

        –Estoy demasiado acostumbrada a que sólo se fijen en el “envoltorio”.

        –A mí me parece que eso te divierte. Pero no me gusta el tono en que lo dices. Mi querida Irene… Es lógico y humano admirar la belleza. No debe afligirte ser objeto de deseo, al contrario. Eso sí, debes saber gestionarlo o aprender a hacerlo. ¿Qué te parece si nos acercamos a mi hotel? Me gustaría coger una gabardina y el paraguas, por si llueve y se pone fresco el día –cambié de conversación intentando disipar aquella tristeza que parecía acompañarla desde que ensalcé, con sinceridad, el indiscutible encanto de sus ojos.

        –¿Dónde te alojas?

        –En el Villa Rosario.

        –¿En el I o en el II?

        –En el I, me parece señorial. Admiro la arquitectura indiana.

        –Muy pocos tuvieron suerte, pero algunos volvieron de América enriquecidos y pudieron construirse preciosos edificios como éste.

        –Te esperaré allí –dijo una vez que llegamos a la altura del elegante hotel, señalando a la barandilla del paseo. La vi alejarse murria, con su pelo castaño vibrando al compás de la brisa, con la elegancia de sus andares con zapatos de tacón, y la extremada sensualidad del movimiento cadencioso de sus caderas. En cuanto llegó la baranda se giró; imagino que sabía que la estaría observando. Sonrió lánguidamente.

        –Bajo enseguida –dije avergonzado mientras le saludaba con el brazo.

        No tardé más que unos minutos, a pesar de lo cual me paré a contemplarla desde la ventana de mi habitación, apartando la cortina furtivamente, no sé si por mero placer, o por miedo a que ya no estuviera, que hubiera sido fruto de mi imaginación exaltada, de una idea literaria pintada de rojo atrapada entre los efluvios alcohólicos de aquella botella de orujo. Seguidamente cogí la gabardina y el paraguas y, poco antes de cerrar la puerta, decidí bajarle una sudadera que, por esas cosas del destino, también era roja, por si tenía frío más tarde.

        –Ya estoy aquí –dije al llegarme a su lado. Ella no contestó, tenía los ojos cerrados y disfrutaba, abstraída, de la caricia de la brisa marina sobre su rostro.

        –Adoro el mar, a pesar de su crueldad –comentó enigmática.

–Explícate.

–¡Cómo algo tan hermoso puede haber arrebatado la vida a tantas personas! –exclamó antes de abrir los ojos y volverse hacia mí–. Caray, sí que te vas a abrigar. Creo que estás exagerando. Hace buena temperatura.

        –La sudadera es para ti.

        –Gracias. Eres todo un “Sherlock”. La verdad es que una sudadera roja no combinaría bien con el traje de indiano que llevas, tus lustrosos zapatos y el elegante sombrero panamá –Rio–. Y mucho menos con la gabardina. –Me sonrió divertida.

        –Sí, creo que iría hecho un adefesio.

        –Sabes… No me gusta vestir así.

        –Pues a mí me parece que estás sumamente atractiva.

        –Con palabras más finas, pero piensas como ellos –volvía a percibir tristeza en sus palabras.

        –Sólo he sido sincero, sin más. ¿Y qué debería pensar?  –inquirí entre curioso y molesto.

        –No lo sé –contestó algo enrabietada, como si buscara en mí la respuesta al ancestral instinto de la atracción sexual que ejercía la belleza femenina sobre el hombre–. ¿Nos mojamos los pies? –sugirió entonces utilizando afectadamente un tono mimoso y pueril, adelantando los labios, elevando las cejas y girando la cabeza; un visaje nuevo para mí.

        –¿Lo crees apropiado?

        –Nadie dice apropiado –me reprochó–. Tan “apropiado”… –se burló– como que me hayas convidado a unos orujos o que estés dando un paseo conmigo. Anda…no seas cobardica… –repitió su anterior ademán sugerente, esta vez cogiéndome de la mano e intentando arrastrarme en su ingenua chiquillada.

        –Ve tú. Yo te esperaré aquí. Te observaré en lontananza –añadí ampuloso y serio, llevándome cómicamente la mano por delante del ala de mi sombrero panamá.

        –Nadie dice lontananza tampoco… –Rio esta vez acompañando su regañina–. Está bien. Tú te lo pierdes –concluyó contrariada–.

Entonces la acompañé hasta la bajada del paseo a la playa. Yo me quedé tras la barandilla mientras ella descendía al borde de la arena, se quitaba los zapatos rojos de tacón para sostenerlos en su mano izquierda, y comenzaba a andar hacia el agua.

        La fotografía era perfecta. El mar se presentaba oscuro reflejando los nubarrones amenazantes que se cernían sobre el horizonte. El viento agitaba las olas creando vistosas cabrillas que pintaban su superficie oscura de espuma blanca. Ella avanzaba con parsimonia, con su melena suelta agitada por la brisa, hollando la arena con sus pies blanquecinos acercándose a su objetivo, la orilla, poniendo el punto de color a una instantánea que cada vez parecía más en blanco y negro a medida que se alejaba. De pronto recordé la película de Spielberg, “La lista de Schindler”, donde aquella inocente niña aparecía recurrente, con su abrigo rojo sobre el fondo blanco y negro de la crueldad del holocausto, y que al final aparecía muerta sobre un carro junto a otros cadáveres, una evocación que me resultó inquietante, y que me provocó un intenso espeluzno. Volví a observarla. Cada poco, ella se giraba y levantaba la mano dirigiéndose a mí, quien sabe si con el objeto de incitarme a acompañarla o por temor a que me hubiera ido. Agitado por aquellos lúgubres pensamientos en rojo, y blanco y negro, intenté extraviarlos en la contemplación del asedio de un grupo de gaviotas a un barco pesquero que volvía de faenar.

        Y de repente, algo desenfocó la fotografía perfecta. No sé cómo ocurrió, pero, en pocos segundos, su escultural y venusina silueta había desaparecido del fondo de mi instantánea, y sólo había un punto rojo e inerte sobre la arena, probablemente la chaqueta que llevaba sobre los hombros junto a los zapatos, y volví a pensar en la atroz e ignominiosa imagen de la niña de la película de Spielberg muerta encarnando el negro carro de cadáveres. Me puse en pie, alarmado. No era posible que ella hubiera decidido zambullirse. El mar estaba agitado y la temperatura ambiente no era la más adecuada para el baño. Empujado por mis lóbregos presagios amusgué los ojos intentando afinar mi vista, la brisa marina la entorpecía. Azorado, bajé a la arena y corrí hacia donde la recordaba haber contemplado por última vez. A los pocos segundos, ella apareció entre las olas. Disminuí entonces mi paso, y me tranquilicé. Mis zapatos habían perdido todo su lustre salpicados por la arena. Me los quité, y los dejé, con los calcetines en su interior, junto al paraguas y la sudadera, al lado de su chaqueta y sus zapatos de tacón, sobre la arena.

        –¿Te has vuelto loca? Vas a coger un constipado de mil demonios –le grité ya desde la orilla, sintiendo el gélido contacto de las aguas del cantábrico en mis pies.

        –Has venido –me respondió sonriente y triunfante.

        –Pero como se te ha ocurrido semejante locura. Si lo llego a saber, al menos hubiera traído una toalla –añadí nervioso sin saber qué hacer.

        –Seguro que un caballero como tú puede prestarme su gabardina –dijo emergiendo finalmente de las aguas, llevándose el pelo hacía atrás con sutil elegancia, dirigiéndose hacia mí con el vestido empapado pegado con alarmante sensualidad a su cuerpo, haciendo desaparecer progresivamente el fondo grisáceo que conformaban el cielo anubarrado y el mar embravecido, coloreando cada vez más la escena de rojo.

        –¿Te gusto? –Se exhibió insinuante con una pose zalamera y coqueta, llevando sus manos a las caderas, pasando una pierna por delante de la otra y girándose un poco, segura del impacto que despertaría en cualquiera la contemplación de sus voluptuosas formas transparentándose con llamativa turgencia por el efecto de la perfecta adherencia de la tela mojada a su piel.

        –Lo ves, disfrutas con ello –Esta vez el que reprochaba era yo–. Anda, déjate de tonterías. Vas a coger una pulmonía –respondí intranquilo en cuanto llegó a mi altura –. Y ahora, ¿qué hacemos? –pregunté con la torpeza e inseguridad de sentirme totalmente desbordado por los acontecimientos, mientras nos apartábamos de la orilla en dirección a la ropa que habíamos dejado sobre la arena.

        –¡Te has mojado los pies! Era lo que quería.

        –¡Déjate de juegos! Te vas a helar. ¿Sólo lo has hecho por verme en la orilla con los pies mojados? –pregunté incrédulo.

        –Siempre me salgo con la mía.

        –Estás loca Irene Adler.

        –Y ahora un poco helada, elegante y caballeroso Sherlock –Ella esbozó una leve sonrisa que pronto despareció cuando comenzó a tiritar. En ese momento me di cuenta de la lividez de su rostro y manos. La inquietud debió de hacerme recuperar la lucidez.

        –Vamos, tendrás que quitarte esa ropa mojada –dije despojándome de mi gabardina. Luego cogí la sudadera roja.

        –¿Me vas a ayudar a desvestirme?

        –Déjate de bromas. Obedece o te daré unos azotes –añadí jocoso–. Date la vuelta y mira hacia el mar. –Ella rio divertida.

        –¿No te gustaría verme? –preguntó sugerente resistiéndose traviesa a volverse.

        –Sí, verte fuera del agua, seca y sin un constipado –intenté mantener la compostura a pesar de la turbación que me provocaba la sensual cercanía de su cuerpo tan pegado al vestido.

        –Nadie dice constipado –continuó regañándome por mi vocabulario.

        –Yo sí, sí me parece “apropiado” –añadí con retintín aludiendo al anterior reproche–. Toma este pañuelo. Algo te secará –dije sacándolo del bolsillo de mi traje de lino blanco y tendiéndoselo.

        Finalmente, ella se dio la vuelta y comenzó a quitarse la ropa. A medida que el vestido resbalaba por sus hombros, el rojo iba perdiendo protagonismo en favor de su cérea piel. Por unos libidinosos y breves instantes sentí envidia del mar al que imaginé gozando de la contemplación de su escultural anatomía, del esplendor de la insultante turgencia de la juventud de su torso. El sujetador acompañó enseguida al vestido, y en cuanto se secó un poco con mi pañuelo, le ayudé a ponerse la sudadera. Ella se dio la vuelta prematuramente, provocadora y sensual, dejando intencionadamente a la vista la parte inferior de sus pechos. Instintivamente bajé la vista, avergonzado e incómodo, y la obligué a volverse de nuevo, mientras me esforzaba por acompasar el movimiento de la sudadera para que fuera ocultando lo que el vestido desvelaba hasta cubrir sus nalgas. Finalmente, el color rojo tiñó la arena al resbalar sobre sus piernas el vestido junto a unas pequeñas braguitas de encaje de la misma tonalidad.

        –¿No te has atrevido a mirar?

        –No –respondí desabrido en apariencia–. Ahora te pondré mi gabardina encima. Luego nos acercaremos a mi hotel.

        –¿Me llevarás a tu habitación? –preguntó traviesa­–. ¡Qué emocionante!  –exclamó–. Y que dirás… ¿Que soy tu hija, tu sobrina, tu nieta, quizá, tu amante?

        –No importa lo que diga, no me van a creer…


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