sábado, 8 de agosto de 2020

UN HORIZONTE ROJO TURBADOR (2ª PARTE)

 

Aún desconcertado por aquella inesperada compañía, procedí a coger la botella y servir los dos vasos de chupito que el camarero acababa de depositar en la mesa, antes de que yo se los reclamara. Probablemente ella se lo había sugerido de camino hacia mí, segura de sí misma.

–¿Se trata de algún tipo de apuesta? –le comenté mientras le hacía un gesto en dirección a su antigua comparsa.

–¿Por? –fingió extrañarse por la pregunta–. No, claro que no. Simplemente me has dejado sin orujo –concluyó con cierto descaro, mientras levantaba ya el vasito helado con el aguardiente presta a brindar. En cuanto me serví el mío, hice lo mismo.

–L’jaim –dijo esbozando una sonrisa.

–L’jaim –contesté sorprendido por el brindis hebreo poco antes de apurar el vaso al igual que ella.

–¿Eres judía? –pregunté curioso.

–No. Simplemente me gusta ese brindis y su significado…

–“Por la vida” –le interrumpí, mientras observé como ella relajaba su postura sedente, hasta aquel momento algo forzada hacia adelante, algo provocadora, y se recostaba sobre el respaldo de la silla llevando su mano izquierda sobre una de sus rodillas. Con la otra mano comenzó a juguetear con el vaso frío, algo que humedecía y hacía brillar las yemas de sus dedos. Al poco tiempo comenzó a tabalear con ellos sobre la mesa, sin decir nada. Entonces me fijé con detalle en sus manos; eran finas, de dedos estilizados, con uñas perfectamente arregladas y no muy largas, también pintadas de rojo.

–¿En serio que no era una apuesta? Me refiero a algo así como… “veréis como le saco un orujo al abuelo”

–¿Incómodo?

–No. Sorprendido, divertido, quizá. No estoy acostumbrado a alternar con alguien que podría ser mi hija. ¿Qué edad tienes? Imagino que podrás consumir bebidas alcohólicas –bromeé.

–Diecinueve –contestó escueta con el semblante serio, volviendo a juguetear con el vaso de aguardiente, dejando momentáneamente el musical tamborileo de sus dedos sobre la mesa.

–Pues aparentas más.

–Gracias. Me lo tomaré como un piropo.

–Te aseguro que en este caso lo era. –Le sonreí sincero.

–No era una apuesta –contestó entonces a mi pregunta, explicándose luego–. Bueno… sí que había un envite por medio, pero no era contigo.

–No te entiendo.

–Verás. Yo no suelo vestir así. Me encuentro más cómoda con unos vaqueros y un suéter; y nada de tacones. Lo que pasa es que me retaron hace unos días…

–Y por lo que veo el resultado ha sido satisfactorio. Habrás ganado el órdago y seguro que has quitado el hipo a más de uno de tus admiradores –comenté divertido mientras seguía contemplándola; no llevaba pendientes, ni anillos y, por lo que yo podía ver de su piel, tampoco tatuajes, tan de moda.

–No son más que unos críos.

–Ya…imagino…pero son los de tu edad.

–Me gustan más hechos. –Me sonrió franca y provocadora, al menos esa fue la sensación que me dio.

–Si lo dices por mí, yo estoy ya “pasado”, quemado en la parrilla, como San Lorenzo. No soy más que un “abuelo batallitas” comparado contigo –concluí alagado dándome en el fondo por aludido quizá con un exceso de vanidad.

Durante unos instantes, permanecimos en silencio mientras yo observaba como su mirada oscilaba entre el vaso con el que seguía jugueteando, poniéndolo boca arriba y boca abajo, y yo. Inconscientemente, casi hipnotizado, mis ojos se dejaron mecer alternando varias veces la húmeda transparencia del cristal y el brillo de sus ojos; unos ojos azules, claros, abismantes.

–Irene Adler. ¿Sabes quién es? –reinicié la conversación.

–¿No se tratará de una de esas historias del “abuelo batallitas” del que hablas?

–No. Es un…

–Sir Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, "Escándalo en Bohemia"; supo enfrentarse y derrotar al más famoso de los detectives, me encanta el personaje. –Me interrumpió con suficiencia, sorprendiéndome por completo, mientras recolocaba su chaqueta sobre mi sombrero panamá y recomponía su figura sobre la silla, cruzando las piernas en sentido contrario, estirándose un poco el vestido sobre los muslos, dando una nueva sensación de recato.

–Bueno…sí… Aunque yo me refería a la Irene Adler de “El Club Dumas” de Arturo Pérez-Reverte –aclaré.

–También me gusta. ¿Me estás comparando?

–¡Por supuesto! Joven, guapa, enigmática, sin adornos corporales, que yo vea –aclaré sonriéndole con calculada picardía, no quería ser irrespetuoso de ninguna manera–, ojos cautivadoramente claros, pelo castaño…Y tienes ese punto de misterio, de osadía que te ha llevado a sentarte conmigo –Entonces bajé el tono de mi voz y me incliné un poco en su dirección para dirigirme a ella con reserva–. He de confesarte que en cierto modo me siento algo estúpido, un poco… como un delincuente; estoy acaparando tu atención, no creo que me vean con buenos ojos tus amigos.

–Lo cierto es que de lo último que creerán que estamos hablando es de literatura –añadió con resignación.

–¿Te gusta leer?

–Es mi pasión.

–Pues nunca lo hubiera imaginado… –pensé en alto con absoluta torpeza.

–Claro. Como ellos; en lo único que te habrás fijado es en el color rojo del envoltorio.

–Acabamos de conocernos –intenté justificarme–. Pero si me lo permites, el rojo te queda muy bien. Eres una muchacha muy atractiva y, por lo que veo, con inquietudes literarias. –Le sonreí con sinceridad.

–Gracias –concluyó un poco cortante.

–Solo pretendía ser cortés y realista, nada más –intenté justificar mis palabras, parecían haberle defraudado.

–Lucas Corso –me espetó entonces mirándome fijamente a los ojos de nuevo–… ¿Tomamos otro orujo?

Intentando no dar sensación de nerviosismo alcé mi mano haciendo una señal al camarero para que nos trajera otros dos vasos helados. Volví mi mirada hacia ella, sosteniéndosela durante unos instantes. Ella sabía que me había incomodado aludiendo al personaje de la novela de Reverte, maduro, paciente y profesional que se convierte en compañero de viaje y, sobre todo, en amante de Irene Adler. Al llegar el camarero se produjo una suerte de desconexión entre nosotros. Saqué entonces la botella de la cubitera e, intentando disimular cierta excitación y temblor de manos, procedí a servir otra ronda.

–L’jaim –repitió ella.

–L’jaim –contesté mientras dejaba que sus ojos me atraparan esta vez lánguidos y melancólicos, perdiendo un poco el desparpajo con el que me había mirado hasta el momento tras apurar el vaso sin esperar a que yo lo hiciera.

–Creo que harías un buen papel como Lucas Corso –me dejó caer sin dejar de observarme, provocando una aumento exponencial de mi inquietud. Mi Irene Adler estaba flirteando descaradamente.

–No soy experto en libros, ni me gusta la ginebra, prefiero el orujo –añadí con salero mientras me revolvía en mi silla impresionado por su relajada y coqueta presencia. Imaginé entonces a Sherlock Holmes quedándose con la foto de “la mujer”, como siempre llamaba a Irene Adler, para tenerla siempre presente, “observando aquella mujer deliciosa, aquel rostro por el que cualquier hombre se dejaría matar y su figura, recortada contra las luces de la sala”.

–¿En qué piensas? –me preguntó, retándome de nuevo con su mirada, mientras movía y soltaba el vaso vacío de aguardiente sobre la mesa como si estuviera jugando una partida de ajedrez.

–En estos momentos… En lo afortunado que fue Lucas Corso    –concluí atrevido desviando mis ojos del fuego abrasador, de la inmensidad del océano de sus ojos glaucos, y del tentador brillo húmedo de sus labios color cereza.

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