domingo, 14 de julio de 2019

PASEOS CON SARA. EN LA PIAZZA DE SAN IGNACIO


            
Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma
       Sara me llevó en un periquete a la Piazza de San Ignacio. Era evidente que había pasado mucho tiempo en la ciudad, se movía por sus calles con la misma naturalidad que lo hacía por Toledo, con el añadido de que Roma es mucho más grande.
        –¿Cuántas veces has estado aquí? –pregunté–. En mi caso es la segunda vez, y la primera fue un paso fugaz de fin de semana.
        –Muchas. Aunque la más duradera fue el año que vine de Erasmus. Estudié mucho, pero también conocí Roma como siempre había deseado, despacio, sin prisas y sin planes, dejándome perder por sus calles.
        Creo recordar que mientras hablábamos me llevó callejeando por la Via della Gatta y la Vía San Ignacio, calle que desembocaba en la plaza que lleva también el nombre del santo, donde se encuentra el flamante templo que está bajo su advocación. Transitándola me indicó cual era la fachada lateral derecha de la iglesia.
        –Hablando de fachadas… –debí poner una cara de pícaro que ella advirtió sin ningún tipo de duda.
        –Madre mía…No sé por dónde me saldrás ahora… –aventuró sonriéndome resignada.
        –Me estoy acordando del templo ese que me vas a abrir en cuanto lleguemos a la habitación del hotel y…
        –Ya decía yo que tardabas… –me interrumpió mientras se dejaba tomar por la cintura.
        –Me gustaría inspeccionar la fachada del templo, digamos que es…una especie de adelanto, necesario para que el maestro de obras proceda con seguridad en su interior. Ya me entiendes… –insinué enarcando las cejas varias veces.
        –Me lo temía. No ha sido suficiente con el beso en la puerta de Il Gesú.
        –He de concretar que ha sido muy interesante. He encontrado muy acogedor, húmedo y cálido el interior del… “ábside”.
        –¡Qué metafórico te has vuelto! –dijo, mientras yo encogía levemente mis hombros y le sonreía.
        –Desde luego, el incienso no es necesario, el templo tiene un aroma…una fragancia… que me embarga. ¿Sabe la propietaria de tan hermoso espacio que el aroma de su piel me hace perder el sentido? –añadí mientras la olisqueaba el cuello, incluso llegué a rozarlo varias veces con mis labios, jugueteando.
        –Me parece que el “inspector” está perdiendo las formas en plena vía pública. –Sara rio.
        –¡Y cómo sabe la fachada! –exclamé relamiéndome.
        –Eres incorregible, peor que un adolescente.
        –Lo confieso. Tengo Saritis. Se me inflama todo teniéndote cerca.
        –Y un guarro. El “maestro de obras” es un pervertido y un cochino –exclamó mientras reía, y trataba de zafarse ya de mis manos que, como un pulpo, comenzaban a buscar allá donde la espalda pierde su ilustre nombre. ¡Vale, ya! ¡Estate quieto! –exclamó entonces en cuanto comencé a intentar hacerle cosquillas. ¡Te voy a dar un soplamocos! –Sara terminó por sujetarme las manos–. A lo mejor el templo se cierra antes de ser visitado, y no me refiero a San Ignacio.
        –Necesito una cura, un alivio a mi Saritis, urgentemente –dije poniéndome meloso y teatral.
        –Se está rifando una torta y tienes todas las papeletas por el momento. Tira…delante de mí –finalizó enérgica, indicándome el camino haciendo aspavientos, mientras nos cruzábamos con una anciana viandante que debía de haber asistido divertida a todos mis requiebros, y que gesticulaba a mi paso señalándome a Sara, mientras repetía en italiano algunas frases de las que extraje algunas palabras:
        Bellísima ragazza. Grande pazienzia.
        Sara le obsequió con una sonrisa conformista, y le contestó:
        Grande pazienzia. È vero signora.
        Seguidamente Sara me dio un cariñoso golpe en el hombro a lo que la anciana respondió con un comentario repetido que acompañó con un gesto en su rostro de cierta tristeza, quizá nostalgia; a lo mejor nuestro encuentro le evocaba algunos recuerdos.
        È l’amore. È l’amore.
        Después de este divertido episodio, llegamos a la Piazza de San Ignacio. Sara comenzó sus explicaciones sobre la fachada del templo sin más dilación, probablemente para no darme tiempo a volver a las andanzas.
        –Como puedes ver, la fachada recuerda mucho a la de Il Gesú. Aquí puedes comprobar la influencia que tuvo, como te dije allí, el diseño de la portada por parte de Giacomo della Porta.
        È vero signorina–comenté jocoso–, se repite el esquema de las doble pilastras, las columnas que se adelantan en la puerta central y en el vano del piso superior, el frontón curvo, las volutas… Aunque la veo menos compacta, no sé… más estilizada, ¿no crees?
        –Exacto. La nave central es aquí más alta en comparación con las laterales. Las volutas presentan una mayor inclinación que en Il Gesú. Me sorprendes cuando prestas tanta atención a algunos detalles.
–Es que cuando te pones seria me das miedo, y me convierto en un alumno aplicado que admira profundamente a su profesora, y la respeta.
–Ya…, veamos lo que dura –apuntó con sorna–. Pasemos entonces al interior. –Sara tomó mi mano, aunque antes de cruzar del todo la Piazza de San Ignacio volví a cogerla por la cintura.
–Ya decía yo que el alumno respetuoso no tardaría en desaparecer dando paso al libertino.
Entonces me arranqué:
–¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo de que vuelvas los ojos de tu grandeza a este, tu cautivo caballero… –entonces, no supe seguir–. ¿Qué tal me ha quedado este elogio a lo Quijote?
        –No puedo contigo. Pero es que… me encantan tus zalamerías.    –Entonces Sara se rindió ante mi galantería, se dejó abrazar y, más tarde, besar en el centro de la Piazza de San Ignacio. Luego, imbuida por el espíritu cervantino, al que yo había acudido con mis lisonjas, parafraseo al insigne príncipe de las letras españolas:
        –Y ahora, “la lengua queda y los ojos listos, mi caballero andante”. –Y me llevó al interior del templo. Allí retomo sus doctas explicaciones.
Interior de la iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Puedes apreciar que hay una amplia nave central y tres capillas laterales a cada lado, el mismo esquema que en el Il Gesú de Vignola. La obra la financió la familia Ludovisi, a la que pertenecía el Papa Gregorio XV. El proyecto se le adjudicó al jesuita Horacio Grassi. Sobre su diseño surgieron dos problemas; uno ya lo has visto en la fachada, por la diferencia de altura de las naves laterales respecto de la central, solucionado con esas volutas más verticales, y el otro fue el de la cúpula que, por el gran espacio que debía ocupar, sería grande y costosa de edificar.
–Dijiste que era el templo de la trampa.
–Sí, enseguida te hablaré de eso. Pero primero, observa la monumentalidad de la nave central en la que se abren las capillas laterales, con esas dobles pilastras que enmarcan arcos de medio punto sostenidos por columnas corintias, ligeramente exentas respecto a los pilares.
–Las dobles pilastras… como en Il Gesú –añadí admirado.
–Vamos con las trampas. En cuanto a la decoración de la bóveda, todo es un enorme trampantojo, obra del Padre jesuita Andrea Pozzo.
–Se ve que en esto era todo un experto –comenté fascinado.
Bóveda trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Representó el papel de San Ignacio en la expansión del nombre de Dios en el mundo. Juega con imágenes relacionadas con el fuego y la luz, siguiendo el pasaje del evangelio de San Lucas en el que se recoge la frase de Cristo “he venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y ¡Cuánto desearía que ya hubiera prendido!” San Ignacio hizo suyas las palabras de Jesús, y convirtió a la Compañía en un ejemplo de labor misionera, expandiendo la luz de su palabra por todos los rincones del planeta. Eso lo escenifica el Padre Pozzo en los cuatro extremos de la bóveda pintando la alegoría femenina de los cuatro continentes conocidos en aquel momento, Europa, África, Asia y América. Europa aparece como una matrona sobre un caballo, Asia sentada sobre un camello, África, con facciones árabes, sentada sobre un cocodrilo y blandiendo un colmillo de elefante, y América, como una señora con ropajes indígenas hiriendo a un gigante.
–Desde luego el autor domina la perspectiva. Juega con la ilumincaión y las figuras, con el espacio, la arquitectura y la pintura de tal manera que no sabes qué es qué, ni su origen ni fin.
–Exacto. Sigamos, vayamos hacia la cúpula –Sara me llevó hasta un punto amarillo señalado en la iglesia–. Ahora mira hacia arriba.
Cúpula trampantojo de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Antes creí entender que no se había edificado.
–Y no se hizo.
–Pues ya me contarás que estoy viendo –dije confundido.
–Muévete hacia alguno de los lados.
–¡No puede ser! –exclamé.
–Es también de Andrea Pozzo. Pintó una cúpula con todos los detalles, incluida la luz que entra por un vano. En las pechinas representó a guerreros victoriosos del antiguo testamento como Judith, David, Sansón y Yael.
–Me estoy haciendo fan del Padre Pozzo. Me parece increíble y muy original. Tiene que ser muy difícil pintar esa realidad fingida.
–Ideó una solución barata. El techo es plano, no hay cúpula. Sentémonos o se nos va a quedar el cuello hecho un higo.
Sara me llevó a un banco y ambos contemplamos durante un buen rato los detalles de la bóveda y la falsa cúpula. Luego me invitó a pasear por el interior de las capillas, apuntándome una serie de detalles; como siempre, daba gusto escucharla. Se detuvo en una especialmente, en el crucero.
–Eso de la iglesia que hace trampa es de los más gráfico. Creo que no he visto nada igual en mi vida.
Capilla de San Luis Gonzaga. Iglesia de San Ignacio de Loyola. Roma.
–Para no cansarte te contaré alguna cosa sobre esta capilla porque es la de tu tocayo, San Luis Gonzaga. También la diseñó Andrea Pozzo en su arquitectura. La escultura fue obra de Pierre Legro. En el centro, el Santo fue esculpido en relieve orando mientras los Ángeles le coronan alborozados, celebrando su santidad, enmarcado por robustas columnas salomónicas. Bajo el altar hay dos ángeles; uno juega con una bola del mundo de lapislázuli y, el otro, con los símbolos de la inocencia y la penitencia. La balaustrada la rematan dos ángeles más con lirios, obra de Bernardino Ludovisi.
Tras admirar largamente de nuevo los frescos del Padre Pozzo salimos del templo.
–¿Qué te pareció?
–Increíble. No sé con cual me quedo, si con el “salchicha” de Il Gesú, o con el de los embutidos, de aquí. –Sara rio­.
–Espero que ningún purista de la historia del arte te escuche, llamar “Salchicha” a “Il Baciccia”, y relacionar al genial Padre jesuita Andrea Pozzo con la industria cárnica murciana “el Pozo”, tiene su guasa.
–Y ahora… ¿cómo rematamos la tarde, mi sueño toledano?       –comenté tomándola por la cintura.
–Qué le parece a mi caballero andante si tomamos un buen ristretto, y un pastelillo o unas pastas primero, y disfrutamos de un bello atardecer romántico pongamos que en Il Campidoglio?
–Me parece una idea estupenda. Bueno…la verdad es que todo me parece bien contigo –le dije mientras la besaba en la mejilla.
–Pues vamos a descansar un rato. Aquí cerca está el Caffé Doria, en la Via della Gatta. Esperamos allí a que el sol baje lo suficiente para admirar su ocaso desde lo alto del Campidoglio, al amor de las sugestivas ruinas del foro y de la original arquitectura renacentista del genial florentino, Miguel Ángel.
–Seguro que será el mejor broche final para una intensa tarde de turismo con esta “bellissima ragazza” –dije pasándole mi brazo izquierdo sobre sus hombros, atrayéndola hacia mí, mientras salíamos de la Piazza de San Ignacio.
–Ya, pero no se te olvide que la anciana que te ha sugerido lo de “bellisisma ragazza” también dijo que tenía “grande pazienzia”.     –Ambos reímos, mientras Sara pasaba su mano por mi cintura, y descansaba su cabeza sobre mi hombro, ya de camino al Caffé Doria.

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